Nuestra vida fluye con rapidez, pero de vez en cuando se presentan imprevisibles problemas de salud, de familia, amistades, hasta algún que otro percance laboral e intentamos sortear esas dificultades de la forma más certera. Hace unos días experimenté una sensación desconocida que no preveía, que no hubiera pensado presenciar o mejor dicho ser espectadora a distancia. Una noticia zarandeó mi espíritu, me impactó profundamente y mi ánimo se sobresaltó. En Holanda una adolescente de 17 años se había dejado morir. Así se ha redactado el suceso aunque en algún rotativo se calificaba abiertamente de suicidio. Los antecedentes fueron agresiones sexuales y violación, lo que en la jóven provocó anorexia, depresión y minaron poco a poco sus ansias de abrir los ojos cada mañana, de captar la vida y compartirla con sus seres queridos.

El siglo XXI ofrece avances de toda índole, en la robótica, en la medicina, en la investigación y hasta en los destinos de nuestras vacaciones. Pero en esta propuesta interminable de nuevas experiencias, hay una profunda grieta capaz de engullirnos y regresarnos a un pasado muy lejano en el tiempo, en las antípodas del escenario idílico que nos prometen. Una muchacha con pocos días vividos y muchos años por delante ha dejado de creer en lo único que no necesita artificiosos métodos científicos, el querer ser y estar con los demás.

Un país que no tiene previsto soluciones para arropar a una adolescente dañada por la barbarie de ciertos individuos perversos, debe reflexionar en dónde están sus fallos y sus prioridades. Inconcebible cuando además es arropada por sus padres en su decisión de decir ¡ adiós ! y con la inoperancia de sanitarios y responsables juristas.

¿Quiénes son los poderes públicos para catalogar la intensidad del anhelo que tiene una persona a alejarse de la vida?

Esta supuesta “eutanasia “, la decisión de morirse o que le dejen morir debe hacer recapacitar a todos los implicados en la búsqueda de la verdadera solidaridad y de la justicia.

Si la apuesta por la vida es un aliciente para todos los que creen en el ser humano, el punto de partida está en conseguir que la legislación valore los delitos cometidos contra él para que al llegar a ser víctima sea arropado, ayudado ” in extremis ” y salvado de la desesperación. La asistencia sanitaria ha de prever cualquier afección pues está obligada a no dejar a nadie sin apoyo, sin el acompañamiento imprescindible en los momentos más dramáticos.

El mundo occidental tan avanzado en muchos ámbitos parece haber perdido el fundamental, el centrado en la existencia del hombre. Dos espadas de Damocles, una en su principio y otra en el término de ella: el aborto y la eutanasia. Si observamos con objetividad esta delicada disyuntiva, sin apegos ideológicos, sin lastres que nos alejen del tema central, difícil nos será avalar ambas decisiones. En la primera porque no podríamos plantearnos ahora mismo esta cuestión por no poder estar aquí y en la segunda porque seríamos incapaces en estos instantes de rehuir unos brazos para que nos arropen y que, si llegamos a tener dificultades, nos dejen seguir a este lado de la vida, el más bello, amar y ser amado.

Este dramático suceso me ha obligado a buscar información, a retener todos los detalles que complementaban el relato y me ha sido costoso comprenderlo. Esa sociedad que ha presenciado por etapas la muerte de esa muchacha, un libro publicado, un mensaje de despedida en vísperas y rodeada de sus familiares, tiene que ser una prueba de desafectos, fría en sentimientos a la hora de legislar sobre temas tan transcendentales, pero por otra parte argumenta a favor de esa polémica ley, arrastrada por el buenismo populista y legisla para que se acorte la existencia de los que sufren psicológicamente en unos términos muy difíciles de tolerar. Deberíamos plantearnos dónde están esos límites.

Ana María Torrijos