Es complicado quitarse de la cabeza la imagen de los agricultores extremeños denunciando su situación laboral, algo extrapolable a todo el sector a nivel nacional, siendo chocante verles en actitud vehemente defendiendo su forma de ganarse la vida.

No deberíamos olvidar que su función en la economía trasciende de lo que es una mera ocupación laboral. La actividad que reivindican es básica e imprescindible, al ser la que nos permite disponer de las «habichuelas» en el plato.

En una economía como la nuestra, netamente focalizada al sector terciario, no se debe ningunear a los abnegados trabajadores del campo. No conviene olvidar la importancia del sector primario, tanto a nivel laboral, dando trabajo a una parte importante de la población activa, como haciendo posible que el consumidor llene la nevera con esos alimentos de proximidad que tan bien caracteriza y privilegia a nuestro país y su cultura gastronómica.

Las frutas, hortalizas, legumbres y demás no aparecen en la bolsa de la compra por generación espontánea, mediando muchas horas de dedicación y compromiso entre la plantación y la cocción.

Todos sabemos que en el proceso intervienen muchas personas y eslabones, generando valor añadido, pero nadie puede discutir que todo esfuerzo debe ser compensado de forma rentable, por lo que están en su derecho al pedir pacíficamente compensaciones económicas justas por su producción. Denunciando a su vez la existencia de márgenes abusivos y crecimiento exponencial de precios, en cuanto salen los productos de sus dominios.

Los camioneros y distribuidores han de ganarse la vida, también los mayoristas y los comercios, pero no se puede admitir el abuso desmedido en perjuicio, siempre, de los que inician la cadena.

Preocupándonos como nos preocupa la sostenibilidad y el acceso a los alimentos, en especial para sectores de la población desfavorecida, es un insulto que haya plantaciones sin recoger por no ser económicamente rentables. Todo lo producido debe ser útil, de un modo u otro, siendo en todo caso beneficioso para el que se ha encargado de que crezcan las cosechas. No deja de ser ridículo que se penalice al agricultor, hasta el punto de que el coste por producir y cosechar sea superior al ingreso obtenido en la venta, con el desperdicio de comida que puede suponer e, incluso, la duda que genera la aplicación de la política de subvenciones públicas.

Duele que se trate a esta gente currante como delincuentes, por demandar mejoras para sostener a sus familias, usando una contundencia disuasoria que, curiosamente, no vemos en otros ámbitos.

Ver a la policía dando candela a los currantes del campo, gobernados por este “ilusionante” gobierno que tenemos, posiblemente con gran apoyo del sector aludido, tiene su doble lectura.

Pero lo que demuestra la actitud de las fuerzas de seguridad es que vivimos inmersos en una curiosa paradoja. Solo hay que comparar esa actitud con la que tiene lugar para evitar el abuso de dominio de la calle por parte de los “cederres” en la Meridiana de Barcelona.

Para estos últimos no hay reprimenda. Es un acto lúdico festivo de una panda de aburridos que ya nos ha habituado a cambiar la ruta de acceso a Barcelona o ida al Vallés. Para unos hay caña con porra y, para otros, caña con lúpulo.

Es complicado entender esta conducta contemplativa, tras meses de tocar las narices a la gente, sin el mínimo ademán para disuadir a los manifestantes que sabemos son capaces de quemar y maltratar el equipamiento urbano, puesto que a estas alturas nadie puede negar la correspondencia entre separatismo y violencia. Mientras, a los agricultores se les calienta la lomera.

No deja de ser un suma y sigue en este paradójico contexto. Solo hay que ver la conducta social y el aguante que tenemos, ante el abuso de nepotismo llevado a cabo por nuestro populoso Gobierno al incluir amigos en su séquito. Con gobernantes de otro color político, las bolas de goma se quedarían cortas para controlar a la marabunta reivindicativa en contra de la corrupción.

Javier Megino – Vicepresidente de Espanya i Catalans