Qué suena ahora, cuando nos dejan abrir la puerta de esta prisión preventiva y podemos pasar de ser ciudadanos autistas y quietos, como D. Tancredos…”yendo como encantados en esta carreta, no por nuestras culpas y pecados, sino por la mala intención de aquellos a quien la virtud enfada y la valentía enoja” que diría el Ingenioso Hidalgo. Ahora ya, como ciudadanos libres y cubiertos bajo nuestro paraguas constitucional, el que nos protege de la lluvia de las prohibiciones, dejándonos decir y hacer lo que pudiera salirnos desde nuestro hartazgo y rabia.

Vaya por delante el que no tengo carnet de ningún club social o político y que siempre he creído que con tener cuatro lucidos y lúcidos hijos, esfuerzo profesional y mayor esfuerzo tributario, tengo como Vd. mismo pueda tener en estos atribulados momentos, todo el derecho del mundo a hacer también este pequeño ruido, aunque sepa con el Eclesiastés aquello de que “el ruido no hace bien y el bien no debería hacer ruido” e incluso como otorrino, que esto de la cacerolada junto al vecino pudiera ser hasta traumático para los oídos propios y ajenos.

Por eso recurro a esta peculiar cacerolada silenciosa, tras el periodo de castración social, de amputación vital, que nos ha puesto a todos confinados y castrados, como eunucos, mientras podíamos ver como alguno de entre nuestros sultanes políticos podían pasarse cuarentena y mascarilla por el forro de la prevención epidemiológica más sensata y elemental.

Silenciosa ella, mi cacerolada, porque viviendo en el monte, si decidiera salir a hacerla a la usanza, protestando contra todos los vendimiadores políticos, más pendientes de la vendimia que por la lucha contra los hongos invasores, podría ahuyentar de mi entorno a dos ruiseñores vecinos que comienzan a reconciliarme con la vida gracias a sus nupciales trinos nocturnos.

Pero pienso en aquél personaje de Iván Illic diciendo a su familia…”malditos, mentirosos. Ya veis que me estoy muriendo, así es que ya basta…dejad de mentir! Y en todas las consecuencias que como médico sé que pueden acarrearnos todas las mentiras piadosas. En el disco duro personal queda una terrible urgencia de mis comienzos, cuando ni podía entrar en la habitación de un moribundo, porque este, al entreabrir la puerta, solo pensaba en guardar las pocas fuerzas que le quedaban para lanzar a la familia cualquier objeto, mientras mascullaba…me estoy muriendo y me teníais engañado. Siempre os pedí que me dijerais la verdad de mi estado…y, ahora qué?. Me voy a morir y no voy a poder dejar resueltas mil cosas pendientes!. Qué terrible experiencia.

Pues bien, convivo diariamente con dicho recuerdo cuando me toca cruzarme con el Dr. Simón y sus circunloquios, con su diario psicodrama, mucho más capaz de transmitir depresión que reconfortante esperanza. Él, con su presbifónica o suspirosa voz, el Dr. Yenka, como empiezan a llamarlo por mi tierra, por aquello de mascarillas…si/no/no/sí, izquierda/derecha, ya saben. Tras su contemplación, paso entonces como médico, de la indignación y la rabia a la vergüenza ajena, al ver sus continuados y malolientes relatos político-sanitarios, trufados de autobombo, cuando no de pseudoinformes de rimbombantes universidades americanas, avalando el buen olor de la mierda propia…Viéndolos a todos ellos, los políticos de verbo atolondrado, pasando desde un Digo a un Diego sin tan siquiera arrugárseles el traje de la dignidad y la ética más elemental. Los vendedores de borricos, en suma, que no llegaría a comprarles gitano alguno.

Con ese recuerdo malvivo, mientras me persigue otro aún peor, el de cientos y cientos de compatriotas enterrando a sus muertos sin tan siquiera el pequeño acompañamiento del menor luto oficial y en la más grande de las soledades.

Quedo pensando en ellos y en que ningún EPI, ni muchos, desde ahora, podrán resarcirnos a los sanitarios de todo el daño y miedo causados por este aprendiz de filósofo y ministro de la Cosa que nos ha venido mandando a torear sin capote ni protección alguna, como si fuéramos recortadores portugueses, a pecho descubierto. Jamás podrán resarcirnos ni de la décima parte del daño por los muertos civiles y sanitarios ocasionados. Ni por las lágrimas derramadas., mucho antes de las que a ellos les tocará derramar cuando llegue el turno de pedirles las justas cuentas.

A estas palabras me han animado los otros ruidos, los provenientes del centro y barrios de Madrid, hartos ya de la comunión que esta Iglesia política pretendía seguir administrándoles diariamente, con las indigestas ruedas de molino consabidas. Con las palabras, palabras y palabras con las que ni saben cómo se debe de ocultar el que somos el país con mayor número de muertos por millón de habitantes .

Metafóricas caceroladas surgidas en el mismísimo barrio facturado por el marqués de Salamanca, el malagueño genial que no sólo comenzó oponiéndose al absolutismo de Fernando VII, sino que luego, gracias a su españolismo, inteligencia y hombría de bien, supo poner a su hija Isabel II bajo sus ambiciosas directrices e ideas.

Las caceroladas de sus calles, las del respeto ausente a sus gobernantes, pidiéndoles su dimisión mientras mantienen una distancia física, pero que nunca había tenido tal proximidad espiritual.

Había hasta no hace mucho, gentes en este país que suponían que el talento político pudiera demostrarse, básicamente, para proteger la vida de todos nosotros, pero jamás nunca para mirar para otro lado mientras nuestros mayores se morían abandonados en sus Residencias, a la vez que ellos, sus responsables podían estar preocupados por sus pelos y mansiones más propias de la dinastía de Luis XIV.

Comenzaba acordándome de Iván Illich y permítanme acabar con algo leído hace años a Gregorio Morán en su Decadencia de Cataluña…”el drama del Pte. Andreotti acabó por completarse el día en que los italianos descubrieron que además de siniestro era incompetente(por ser benévolo con la corrupción y por su relación con la mafia). ¡Ay, Italia, tan próxima incluso en sus muertos!

No puedo dejar de pensar en todo ello y en el colapso económico histórico y social de este país, con enormes colas para poder comer por cualquiera de nuestras ciudades. Las colas de los ciudadanos hasta ayer mismo ilusionados y esperanzados que no acaban de salir de su asombro por todos los bichos a los que deberán sobrevivir.

Que el buen Dios nos proteja a todos. Salud, amigos.

Luis Manuel Aranda – Médico Otorrino