Vivo sin vivir en mí “, frase poética de las muchas que atesora la lírica española. Suspiro salido de lo más profundo del ser y que mejor puede expresar la sensación que se siente cuando la cruda realidad agobia y puede que hasta impida respirar. Un periodo largo de incertidumbre nos ha acompañado sin darnos la oportunidad de ser conscientes de los extremos a los que nos ha arrastrado el Gobierno. No se ha notificado la alta toxicidad del virus al primer aviso internacional del riesgo ni los estragos que ocasionaba a su paso. Confinados en las casas y con unas terminales informativas al servicio del poder, se ha programado toda una extensa patraña de relatos de tal dimensión que no se alcanzará a ver su gravedad hasta que la crisis económica vaya aflorando y golpee de lleno a miles de ciudadanos.

Cuando el cerco al que nos tiene sometidos el Ejecutivo se hace insufrible, un interrogante golpea con insistencia a los que aún les queda ánimos de buscar respuestas, y la conclusión es evidente – asistimos a una situación grave con unos dirigentes incapaces de implantar medidas de control seguras y hay momentos que ni eso -.

Cuando un edificio, sobre unos planos bien diseñados, con todos los permisos administrativos tramitados, una memoria puntera de calidades y unos operarios disciplinados a las órdenes de los capataces, no resiste el embate de una tormenta, se requiere exigir responsabilidades convenientes a los que han avalado la obra, que son los arquitectos, ingenieros y demás técnicos que plasmaron su firma en el documento oficial. Irrisorio y descabellado sería eludir obligaciones ante la justicia culpando del daño causado al vigilante nocturno de la obra o a cualquier transeúnte que pasase por delante y mirase la alzada de la fachada. Algo parecido, salvando distancias, ocurre ahora mismo en nuestro país. Somos víctimas de una pandemia y frente a un posible repunte, está el señor Sánchez acompañado de un equipo de insolventes, adiestrados en argumentar todos los capítulos imprescindibles para que llegue a buen fin la trama orquestada en la búsqueda de culpables, sean las comunidades autónomas, los directores de las residencias, cargos de la Guardia Civil, el dictamen de los expertos o de organismos internacionales.

La ciudadanía atónita, jornada a jornada, ha sido salpicada por la verborrea de los ministros Fernando Simón y Salvador Illa con la aportación femenina de la portavoz del Gobierno María Jesús Montero. Por cierto, incorporados como acusados a causas legales interpuestas por entidades profesionales y por particulares ante su mala gestión. Mientras que estamos distraídos en estas salidas al escenario de la política, se están introduciendo reformas a hurtadillas que requerirían para bien, grandes consensos y debates tanto en el Congreso como en encuentros con los profesionales del sector. Entre esas reformas hay que destacar la educativa, pieza fundamental en un modelo político parlamentario liberal. En lo que llevamos de democracia se ha ido desmontando la estructura que debe preparar a los jóvenes para la libertad. El esfuerzo, la autoridad, la disciplina, el amor al saber, el potenciar el talento entre otros conceptos sin olvidar “ la tradición “ en cuanto a los modelos que han guiado al hombre a lo largo de la historia, TODO se ha eliminado.

Y ahora la señora Celaá pretende hundir más el sistema al negar la meritocracia y seguir incidiendo en un falso igualitarismo, que lo que va a conseguir es perjudicar aún más a las familias de pocos recursos económicos. La ministra ya en sus primeras intervenciones se manifestó contraria a la escuela concertada, alternativa viable para poder elegir el centro que más se ajuste al modelo educativo que los padres deseen para sus hijos. Con todas las trabas que está poniendo a la libertad, los derechos individuales peligran; elegir la lengua vehicular en la enseñanza, el español, la lengua oficial del Estado, si ya es poco viable en varias comunidades, va a hacerse más difícil en adelante. A los primeros vetos en Cataluña y en el País Vasco, se han sumado otras comunidades autonómicas que si no tienen una lengua local con normas gramaticales y todos los demás requisitos para serlo, la crean como ocurre en Asturias. Y no nos sorprendería que se remontasen en la búsqueda de esa voz diferencial a la etapa de las cavernas cuando cada grupo reducido tenía su forma especial de comunicarse.

En vez de encontrarnos con unas pautas legales que enriquezcan la convivencia y permitan un desarrollo cultural y económico, hemos sucumbido ante el engaño, el sectarismo, los oprobios, lo que interesa a una élite capaz de organizar un plan muy enrevesado con tal de estar ellos en lo más alto de la ola.

El país empieza a funcionar sin el estado de alarma pero no contamos con normas firmes que puedan contener un posible rebrote generalizado. Los aeropuertos a mínimos en personal de seguridad y en controles sanitarios, las playas a su aire, en discotecas, bares y cafeterías bailan las pautas que nos comunican pues, según conviene, son unas u otras si es el ministro o el portavoz el que toma la iniciativa en informar. El Gobierno quitándose toda responsabilidad, la oposición resaltando los vacíos y silencios que hay, muchos profesionales en entrevistas radiofónicas señalando la falta de instrumentos sanitarios en los instantes más agudos y los padres sin poder saber cómo funcionará la escolarización a partir de septiembre, describen un panorama opaco. Nunca como ahora el teléfono es el medio de común encuentro, nos comunicamos con los familiares, amigos, doctores y hasta con Hacienda.

Hay que tomar decisiones de gran importancia y la clave está en el PSOE. El presidente del Ejecutivo, si quiere no ser considerado el gestor de la negativa de Europa a la ayuda económica, debe intentar el apoyo de la oposición.

Delante de nosotros dos bloques: el constitucional y el contrario al modelo de Estado que se votó en 1978. El Gobierno debe meditar y decidir con responsabilidad y los ciudadanos con la misma seriedad han de hacer valorar su voto. Esfuerzo o caos, no hay otra alternativa.

Ana María Torrijos