La vida empieza y termina, todos estamos sujetos a esta sentencia, lo único que cambia es el momento en que se produce. El gran interrogante puede desvanecerse y lo sabemos, pero vivimos tan intensamente que procuramos olvidarlo. Las sociedades que se han propuesto descubrir los valores entorno a ella, saben cómo cuidarla, cómo enseñar su trascendencia, cómo respetarla. Es el tesoro a guardar y por ello el hombre siempre se ha afanado en buscar el mejor método para hacerla más grata. Los medicamentos, la alimentación, la vestimenta, el deporte, la religión, la ley y una larga lista de medios se han aplicado con el fin de rodearla de alicientes y darle un toque de dignidad.
Pero no siempre se alcanza la tan anhelada meta y es el mismo hombre el que le pone trabas por muy diversas razones. La más inhumana es la de dinamitar esa vida. El escenario empezó en el País Vasco y se desparramó a lo largo de nuestra geografía. Fueron muchas las víctimas, mujeres, hombres, niños y sucumbieron por la causa de una macabra ideología que no entendía ni toleraba a quienes no asumían sus consignas.
Fueron unos años de pesar, de angustia y de terror. Casi cada día nos sacudía la noticia de una extorsión, de un secuestro, de un muerto cuando no era de un puñado de ellos. La pantalla de la televisión nos mostraba la desolación entorno a los cuerpos destrozados, la sangre derramada y sus consecuencias, el dolor, el llanto de los familiares. Un rastro de pesar por cada acto terrorista, una huella que sacudía las conciencias de las personas de bien. Frente a todo esto estaban los que sacaban partido del sentimiento de soledad que dominaba a los padres, a los hijos, a los hermanos de los sacrificados como “ un trofeo de caza “. Nunca hubo actos de venganza por parte de los sacudidos por la barbarie, muchos abandonaron sus pueblos , buscaron otros horizontes y finalmente la sociedad empezó a reaccionar, manifestaciones, asociaciones en favor de las víctimas, apoyo a las fuerzas destinadas a velar por el orden, manos blancas en alto y “ ¡ Basta ya ! “ fue el grito desgarrador que recorrió muchas ciudades de España.
Cierta clase política ha cesado en la búsqueda de los responsables de todo lo que fue ETA y ahora los herederos ocupan un puesto en los escaños del Congreso de los Diputados y el Gobierno sigue la ruta amoral iniciada por Zapatero y agravada en estos momentos por Pedro Sánchez. Esos aliados que ha incorporado el Jefe del Ejecutivo para aprobar los presupuestos, los apoyos parlamentarios, son un ingrediente más del entendimiento entre un desdibujado PSOE y un firme partido abertzale que lo único que ha cambiado ha sido su nombre, en la actualidad Bildu.
No condenan los actos terroristas, vitorean a cualquier preso etarra que sale de la cárcel y dicen sin titubeos en la Cámara de la Soberanía Popular con argumentos impropios de diputados sometidos al imperio de la ley, se llamen Oscar Matute o Arkaitz Rodríguez “ Hoy no acaba nada, hoy recién empieza todo “ y “vamos a Madrid a tumbar definitivamente el régimen “. Circunstancia que viene a avalar la degradada fórmula con que algunos miembros del Parlamento asumen su acta y su escaño. Concesiones que adulteran nuestra Democracia y que han facilitado un ambiente insoportable, lleno de exabruptos, de mentiras, de ademanes impropios de unos políticos que deben velar por el bienestar de los ciudadanos, de agravios a la Jefatura del Estado y a todo lo que consiste nuestro existir como Nación.
Si después de tantas despedidas entre lágrimas ante los féretros que acunaban a las personas despojadas brutalmente de la vida, si después de abrazar a aquellos niños a los que se les había arrebatado su padre por ser miembro de los cuerpos de seguridad del Estado e incluso si después de acompañar en el dolor a las familias despojadas de lo más valioso para ellas sus hijos, nenes inocentes que aún no conocían la maldad que puede incubar dentro de si el hombre, será un triste final para todos. Si olvidamos, si los dejamos solos, si acaban siendo una anécdota, una moneda de cambio, no nos mereceremos la paz social que clamamos, ni la libertad que reivindicamos ni los derechos de los que nos creemos merecedores.
Ana María Torrijos