La gran diferencia entre Berlín, Londres o Madrid y Barcelona es que en cualquiera de esas grandes capitales nadie te pregunta de dónde eres, en cambio, en la ciudad condal es lo primero que piden que aclares cada vez más independentistas. La toma de decisiones, los grupos de influencia, las amistades y las carreras profesionales de muchas personas lamentablemente siguen condicionadas por el triste enfrentamiento entre “els de casa” o “els de fora”. Parece exagerada esta afirmación, pero no lo es.

En Cataluña, tu origen marca muchas veces fatalmente el trato social que vas a recibir y la velocidad a la que se eleva tu ascensor social. El separatismo lo ensucia todo. Los más radicales te considerarán de segunda si no acumulas apellidos catalanes y si no interiorizas todos los códigos del buen catalán (nacionalistas, por supuesto). Da igual que hayas nacido aquí, que lleves décadas pagando impuestos o que hables un correcto catalán. Para muchos, siempre serás de ese grupo de “colonos” por civilizar que quieren imponer sus hispanas costumbres, tan presuntamente alejadas de las catalanas de “tota la vida”. El nacionalismo catalán siempre ha querido marcar distancias con las personas llegadas de otras partes de España. Siempre ha apostado por acentuar las diferencias entre dos realidades desiguales, en las que, por supuesto, “els catalans” están siempre por encima. Lo de “las bestias taradas con un bache en el ADN” de Torra manifestaba lo que realmente muchos piensan.

Durante décadas, “els xarnegos” sólo hemos sido útiles para limpiar sus casas, trabajar en sus fábricas y para pagar impuestos, como bien plasmaba Paco Candel. Han condenado al idioma español al ostracismo de la esfera pública; se han mofado de las costumbres de “els de la meseta”; sólo han orientado las políticas culturales hacia “els de casa”; han hecho todo lo posible para que “els seus” ocupasen los puestos relevantes de la sociedad civil; y han denigrado hasta límites nauseabundos a todos aquellos que pensábamos que era mejor una España unida que rota en pedazos. Se han dedicado a dinamitar todos los lazos de unión entre ambas colectividades y se han desvivido por “normalizarnos” (ojo al verbo) lingüísticamente para dejar bien claro qué mitad de la región impone su supremacía y, de paso, ablandar la identidad de los hijos de los “ñordos españoles”.

No es casualidad que los apellidos más comunes en Cataluña prácticamente no tengan presencia en el Parlamento de Cataluña, que se monte un pollo de mil demonios si alguien osa hablar español en TV3, que un voto de Cornellà valga menos que uno de Mollerussa, multar por no rotular en catalán, que Montserrat Caballé, Cervantes o Salvador Dalí aún no tengan una calle en la capital de Cataluña, que Serrat o Loquillo sean considerados unos traidores, ni tampoco la extensísima bibliografía nacionalista defendiendo su “fet diferencial”.

El independentismo, al ser un bipolar sentimiento supremacista envuelto en victimismo lacrimógeno, volverá a dar un golpe de estado. Se han dado cuenta de que les interesa esperar a que mueran todas esas personas que vinieron de otras partes de España en los 50 o los 60 para asestar el hachazo definitivo. Saben que ahora no tienen mayoría sociológica suficiente. Sólo es cuestión de tiempo que la rauxa vuelva a imponerse al cada vez más minoritario seny. Cuando llegue el momento demográfico oportuno, volverán a atentar contra la convivencia, la legalidad y la moralidad porque no soportan la narcisista herida de haber perdido, otra vez.

Nosotros, “els xarnegos”, los históricamente ninguneados, tendremos que volver a poner pie en pared para honrar y defender nuestras raíces, nuestras tradiciones y nuestra propia familia. No tenemos nada de lo que avergonzarnos, antes al contrario, hemos sido capaces de desarrollarnos como personas en un entorno hostil que muchas veces ha jugado (en ocasiones con perspicaz sutileza) a apartarnos. Es antinatural renegar de nuestro pasado, de nuestra lengua materna y convertirse en un Rufián acomplejado cualquiera. Al contrario, tenemos que honrar la memoria de esos trabajadores, como mis padres, que vinieron de otras partes de España a esforzarse, con humildad y manteniendo un gran afecto con la sociedad catalana.

Es importante que nosotros, “els xarnegos”, cada uno desde su sensibilidad política, apoye a partidos políticos que apuesten por una Cataluña verdaderamente unida, cosmopolita, abierta al mundo, moderna, que entierre el hacha de guerra pueblerina y donde el supremacismo con barretina y el elitismo caganer no estén por encima de la igualdad efectiva entre ciudadanos. Quítatelo de la cabeza, no eres mal catalán si hablas español, si te gusta el flamenco, si te encanta el gazpacho, si eres del Rayo Vallecano o si crees que unidos los españoles somos más fuertes. Nunca te avergüences de ti mismo. No tienes que renunciar a las bases de tu identidad personal para abrazar un nacionalismo excluyente perdonavidas que solo pretende que sus élites “de tota la vida” sigan estando en lo más alto de la pirámide social.

Antonio Gallego Burgos