Lo que está sucediendo en nuestra ciudad, el que fuese un gran destino turístico y cultural en el contexto mundial, una de las grandes ciudades de Europa, el gran referente de Cataluña y la segunda gran urbe española es, sin lugar a dudas, una situación que apena.

Es compartida, para la gran mayoría, esa sensación depresiva que conlleva ver lo que sucede en nuestras calles. Son demasiados momentos en los que el fanatismo y el incivismo se convierten en dominantes, llegando a resultar algo cotidiano.

A los altercados vinculados con la violenta “gent de pau” del separatismo, tras las sentencias a los líderes secesionistas, hemos sumado el patetismo que conlleva su corte a diario de la Avenida Meridiana y, ahora, además, todo lo que supone destrozar la ciudad usando como argumento la defensa de una persona condenada por sus comportamientos reincidentes al margen de la ley.

Para los incitadores, que saben aprovechar que los pacíficos antisistema, perroflautas y separatistas siguen con las orejeras, el aludir a los lemas de costumbre en contra de policías, el rey o el capitalismo, es una mecha que prende con facilidad. Y, si llegan de arriba, miel sobre hojuelas. Por eso es tan asombroso que, viviendo supuestamente en una sociedad lógica y coherente, veamos a políticos vinculados con el Gobierno lanzar ánimos y calentar el ambiente, sin importar las consecuencias derivadas de un comportamiento indigno e ilógico. Aún esperamos ceses, descontado por supuesto que no habrá dimisiones.

Una sociedad no puede dar pábulo a los que pretenden desestabilizar su normal funcionamiento. Pero la distorsión que supone la coalición gubernamental en España, con el rancio comunismo chavista llevando las riendas, junto al añadido que supone la connivencia del poder autonómico separatista con los objetivos de los exaltados, demuestra que, de normal nuestra sociedad tiene más bien poco.

Los vecinos de la Ciudad Condal que siempre hemos querido, mimado y sentido orgullo por haber nacido, vivido o disfrutado de Barcelona, sentimos la decadencia y declive de una ciudad olímpica y próspera, que fue un auténtico emblema y orgullo para todos los españoles. Un sentimiento que nos pone en alerta al compararnos con otras situaciones que han supuesto el fin de la prosperidad y desarrollo de ciudades punteras, como la otrora flamante ciudad de Detroit, en el estado de Michigan, al norte de los EEUU. Allí fue el capitalismo y la industria automovilística la que encumbró y luego condenó a esa gran urbe. Aquí vamos por el camino, con las industrias y empresas que se van y el turismo que es difícil que vuelva. Una condena implícita a la imagen que mostramos al mundo de lo que es, ahora, la capital catalana.

Barcelona, la que fue la ciudad elegida como polo industrial y de desarrollo, el motor de la economía con el empuje y sacrificio de todos los venidos de diferentes puntos de España, el gran símbolo de la modernidad, está en poco tiempo dilapidando el esfuerzo y sudor de nuestros padres y abuelos. Muchos nietos de aquellos que lograron poner a Barcelona en la cúspide juegan con el prestigio y el futuro de la ciudad, como derivada directa de vivir adoctrinados e inmersos en el odio, la paranoia y el tenerlo todo fácil. Su afán e ímpetu manipulado les lleva a tirar piedras sobre su propio tejado, reventando muchas expectativas e ilusiones depositadas en las siguientes generaciones.

Javier Megino
Vicepresidente de Espanya i Catalans