Ayer disfrutamos de un momento increíble. Una situación que es difícil de comparar con cualquier otra. Una clase magistral para enmarcar cuando se hace mención a lo que supone, tanto en la vida como en el deporte, tener confianza, compromiso y voluntad.

Todo apuntaba a que la final del Abierto de Australia podría ser épica, con un contrincante ubicado en el número 2 del ránking ATP y unas condiciones de nuestro campeón que, seamos francos, no eran del todo las deseables con un escafoides conflictivo y el lastre de una década más en el documento nacional de identidad.

Pero Nadal es irrepetible. No dio nunca la final frente al moscovita Medvedev por perdida y, a pesar de los dos sets en contra y el fiasco que supuso la pérdida del segundo tras la oportunidad de ganarlo en varias ocasiones, algo que nos ponía en alerta ante lo peor, poco a poco fue dando la vuelta al marcador hasta hacernos llorar a muchos en el sofá, boquiabiertos y con el corazón compensando la hiperventilación.

Tras disfrutar como posesos de su calidad inigualable, es bastante probable que muchos hayamos tenido ese momento de nostalgia al pensar lo difícil que será ver tenis de primer nivel, dentro de unos años, cuando el recuerdo del mejor de todos los tiempos, que es español, haya dejado la raqueta para disfrute personal, abandonando el circuito profesional y la competitividad de los torneos.

Los que vienen detrás generan expectativas, afloran ilusión, pero no es aventurado pensar que es muy complicado, casi diría imposible, que lo que nos hace disfrutar y el balance del inmenso Rafa sea repetible. Ojalá me equivoque y tengamos siempre un referente en primera línea sosteniendo el estandarte patrio en los Masters y Grand Slam, pero está por ver la progresión de figuras emergentes como lo es el murciano Carlos Alcaraz, por poner un nombre, y su capacidad para hacer sombra al que ha sido el mejor ejemplo que un joven puede tener cuando quiere hacer deporte, jugar al tenis, ser buena persona o, sencillamente, decirle al mundo lo buenos y grandes que somos, con orgullo, los españoles.

Lo que ayer nos demostró la fuerza mental (sin menoscabo de la evidente fuerza física) de Don Rafael Nadal es algo que quedará, para siempre, en el recuerdo de muchos. Volverlo a ver compitiendo en plenitud y lograr un trofeo de Grand Slam, el segundo del torneo australiano y el 21º de toda su carrera, colmó nuestra satisfacción y multiplicó el orgullo que uno siente por compartir la nacionalidad del mejor tenista de la historia. Él logró un récord, al sumar un nuevo torneo de 2000 puntos, pero todos hicimos la genuflexión ante el rey, el ídolo, el mejor embajador del tenis, del deporte y, por supuesto, de España.

Javier Megino
Vicepresidente de Espanya i Catalans