En 1978 se aprobó nuestra Constitución. Muchos de los españoles de hoy no pudimos ser partícipes activos de dicho logro, que tuvo un respaldo sobresaliente por parte de los catalanes como referentes a la hora de secundar con su apoyo. No puedo recordarlo, pero supongo que fui de aquellos niños que acompañamos a nuestros padres a las urnas, pudiendo así disfrutar de ese gran momento de libertad.

Como sucede en otras democracias, con marcos constitucionales que llegan a acumular siglos de antigüedad, su vigencia sin fecha de caducidad y validez sine die obedece a un criterio riguroso que entiende que la Constitución del país es algo serio. Y que, por supuesto, no considera justificado refrendar cada cierto tiempo, en especial si los aburridos antisistema quieren dar la nota aclamando al populista mensaje de que ellos no la validaron. En este caso, con la prudencia y seriedad que lleva implícito el compromiso constitucional de una nación, debe imperar el enfoque de la mayoría respetuosa y civilizada que no considera alarmante el hecho de no haber participado en dicho sufragio, respetando la validez del logro de la sociedad española que tuvo el respaldo masivo de nuestros padres y abuelos.

La aplicación de dicho redactado ha supuesto un salto abismal, logrando cimentar las bases para un desarrollo de la nación española con miras hacia un futuro que nos ha consolidado, durante estos años con la Carta Magna vigente, entre las democracias más consolidadas, las economías más desarrolladas y una sociedad envidiada en el mundo.

Todos sabemos que, tras las elecciones generales que han tenido lugar durante este periodo democrático, la aportación del catalanismo –que durante su periodo mimético y aletargado llegó a considerarse fiel al marco legal- ha sido determinante para sumar escaños y aupar gobiernos nacionales. Esa necesidad de tenerlos en cuenta, por los efectos –o defectos- de un sistema electoral que podría mejorarse notablemente con la puesta en marcha de un mínimo porcentaje nacional para tener presencia y representatividad en el Congreso, ha supuesto un lastre costoso y sangrante, a tenor de las cesiones y concesiones constantes y continuadas en favor de los poderes territoriales, socavando al poder de ámbito nacional.

Pero, al hablar de cesiones y concesiones postelectorales, no podemos olvidar ni perder de vista que éstas comenzaron, incluso, antes de que fuese necesario confeccionar mayorías parlamentarias, teniendo su punto de partida la redacción, en sí, del articulado de nuestra Ley de leyes. En este sentido, el debate que ha surgido última e inoportunamente, en términos temporales, al hilo de la alusión “nacionalidades y regiones” que recoge el artículo 2, es un caso singular y claro de permisividad condescendiente ante los que participaron en la redacción y metieron baza a la hora de remarcar algo que nunca ha existido, pero que perdura y crece en la mente adulterada de muchas personas a las que se les instruye desde el parvulario para creerse historietas y mentiras.

Con un acatamiento incuestionable a nuestra Constitución, pese a subjetivos matices -con clara focalización en el Título VIII-, el asunto que ha trascendido respecto del término “nacionalidades” debería disponer de una solución no traumática. Algo factible y lógico en caso de que la sensatez imperase y nos ciñamos a la realidad, dejando al margen las contaminantes influencias de los que viven de privilegios, hasta indultos a la carta, mamando con gula de los pechos de la patria común de todos los españoles con la permisividad cómplice e interesada del sanchismo.

Lejos de la ilusión paranoica de los que no hay manera de hacerles ver la realidad, nación solo existe una y es la española, por más vueltas que le demos y por más ridículo interés que le pongan algunos en contar hasta ocho. Ante tal evidencia, sólo cuestionada por los separatistas o los que están en política para vivir de ella sin escrúpulos, no debería ser complicado llevar a cabo una corrección -matiz- para cambiar el artículo 2 sustituyendo “nacionalidades y regiones” por “comunidades”, por ejemplo. O, en mi opinión, sin problemas ni complejos, usar solo el segundo de los apelativos que ya está incluido en el redactado. La corrección puntual se debe centrar en obviar lo que no viene a cuento o crea confusión, al apelar en plural una expresión que solo obedece y compete a la singularidad propia de la nacionalidad española. Si el término nacionalidades se incluyó en su momento a cuento de una fidelidad o compromiso, quizás ahora, pasados los años y sabedores de sus intenciones, merezca la sutil modificación para poner las cosas en su sitio.

Lo que no tengo claro es que sea ahora el momento ideal para este debate, al seguir sometidos coyunturalmente en manos del separatismo y unos gobernantes que odian España, su historia, sus instituciones, su bandera y todo lo que represente a nuestra patria. No olvidemos que su juego se basa en ir finiquitando el poder de la nación, llegando a humillarla, con el único beneficio de seguir aprovechándose de los privilegios que supone ocupar Moncloa y los sillones ministeriales. Atémonos los machos porque, en esta fase final de soporífero gobierno socialcomunista, hemos de estar preparados para asumir su dinámica de destrozo global, sin que seamos conscientes de hasta dónde pueden llegar.

Javier Megino
Vicepresidente de Espanya i Catalans