Las imágenes de nuestros pantanos y embalses es muy preocupante. Todos hemos visto el de Sau, en Barcelona, en el que la vista de su campanario –algo frecuente- ha dejado paso a lo que ya es una visita completa a la iglesia y todo el pueblo que quedó sumergido.

También es curioso el uso que se hace de las orillas secas de nuestros embalses. En este sentido sirve como ejemplo lo sucedido en el embalse de Almendra, en Zamora. Allí, sin permiso y aplicando el criterio de los hechos consumados, hemos visto sus márgenes convertidos en un espacio habilitado para una macrofiesta clandestina de hippies llegados de toda Europa. Algo que suena a chiste al ver la poco camuflable instalación de hasta siete escenarios musicales y toda la infraestructura asociada, olvidando toda legalidad y criterios de seguridad para este tipo de eventos.

La sequía se ceba con nosotros, pero es muy alarmante ver que también el alcance de la misma llega a partes de Europa que cuesta asociar con este clima y temperaturas que nosotros frecuentamos. Eso de que hace casi 200 días que no llueve en Londres y han de suministrar agua a pueblos con cisterna, en Inglaterra, no parece propio de esas latitudes. O, poniendo otro ejemplo, que el caudal del Rin condicione su navegabilidad, también genera cierto espanto.

Merece un apartado especial la situación de nuestros olvidados bosques, sumidos en una tremenda ola de incendios que asola a toda Europa, aunque en España nos llevamos la palma con diferencia. Las hectáreas quemadas en nuestro país pueden superar la suma de las que se han visto afectadas en todo el resto de países de la Unión Europea.

Embalses e incendios generan mucha incertidumbre al pensar en el futuro y la convivencia entre humanos, ante las nuevas condiciones de vida que impondrá el evidente cambio climático. Un nuevo escenario en el que es previsible que haya escasez de algo tan importante como el agua dulce, viendo avanzar la desertización de muchas áreas del planeta.

Por eso, en una confianza férrea en el ser humano y su raciocinio, a veces uno peca de ingenuo. Me estoy refiriendo a un caso singular que me ha sucedido en mi apartamento en la playa, en una comunidad de vecinos en las que convivimos más de 50 familias y compartimos una piscina de notables dimensiones.

Hace un par de años se decidió cambiar el agua de la piscina para evitar tanto consumo de cloro y que el agua de la misma, tras el cambio de la bomba de filtrado y todo el equipamiento, iba a ser con agua salada. Yo, con el mar infinito a metros de mi residencia de verano, pensé que era una dinámica positiva con el fin de salvaguardar el recurso escaso que es el agua de boca. La utilización de agua de mar, extraída y procesada antes de llenar piscinas para uso vecinal y de ocio, podía ser la solución deseable y fácil a este consumo desmesurado de tan imprescindible recurso. De hecho, si todas las comunidades de vecinos siguieran esa lógica, la necesidad de agua dulce bajaría notablemente y, por tanto, aplaudí tal decisión, sumida en una vergonzante ingenuidad y candidez.

Mi sorpresa ha sido este año, cayendo mi gozo en un pozo. Durante el arreglo de una fuga de agua pude comprobar que el agua usada para llenar la piscina no ha dejado de ser la misma (dulce), con el agravante de que, tras el llenado, se sala a base de sacos de sal. Mi enfoque racional e imaginario de que había empresas especializadas en la costa, proporcionando agua marina para dicho uso, se vino abajo en un periquete. Pude ser testigo de una realidad diametralmente opuesta a esa idea entusiasta y esperanzadora de protección de un recurso limitado, en referencia al agua de grifo.

Es probable que, inconscientes de la realidad que se avecina y los cambios en la disponibilidad global de este imprescindible recurso para la vida, estemos olvidando y desaprovechando las posibilidades que nos brinda la infinidad de un mar que podría suministrar agua para el ocio y disfrute, sin malgastar tantos litros de agua potable que, algún día, podemos echar muy en falta.

Javier Megino
Vicepresidente de Espanya i Catalans