Es sorprendente el contorsionismo de los políticos cuando está en marcha la rifa de los votos parlamentarios. Y, concretamente, al aparecer el término desesperación en escena. La carrera de Sánchez y Feijóo por la cristalización de su investidura nos lleva a planteamientos sorprendentes, mostrando lo pernicioso que puede ser, para un político, verse próximo al objetivo.

El enfoque de cada candidato es particular. En este sentido, la conducta puede considerarse la esperada o previsible, como sucede si pensamos en todo un mentiroso compulsivo o, por el contrario, certifica el agobio y desespero que lleva asociada una victoria electoral que, presumiblemente, será incapaz de materializarse de forma exitosa.

Eso sí, en las negociaciones se debe actuar con caballerosidad y siendo consecuente con la voluntad de los que te han elegido. No hay duda con la estrategia de los que no tienen escrúpulos: ceder y vender la patria común de todos los españoles por más tiempo en el poder, sin importar el coste ni lo dicho o prometido. Ese es el objetivo prioritario de Sánchez y el de todos los que tienen como meta el despiece de los pilares de la nación española, posicionados interesadamente a la sombra de su candidatura. Pero, en el otro lado, exigimos una postura consecuente y convencida. Es inadmisible que, obsesionados por el logro de una mayoría, se defienda una predisposición de entendimiento entre superiores -gallegos, vascos y catalanes-, con claro desprecio al resto de españoles que son, de facto, considerados de segundo nivel. Tampoco tiene lógica que se interiorice y use un término como “conflicto”, solo existente en las mentes de los fanáticos visitados por “La Yoli” en Bruselas. Sin olvidar la reinterpretación peligrosa de la unidad de la nación española, como lleva implícito el “encaje” de Cataluña en España. Términos y alusiones impropias de un líder fiable del centro derecha constitucionalista.

El candidato que pone cara a la hipotética mayoría de los que defenderemos, cueste lo que cueste, la soberanía de la nación española como patria común, indivisible y única de todos los españoles, no puede cometer errores de bulto que sometan el credo de sus apoyos al enfoque paranoico de los que siguen siendo fugados de la Justicia.

En lugar de mimetizarse con la terminología viciada de los que cree que podrá embaucar, a costa de latigazos al ego de sus electores, debería estudiar la posibilidad de que la visita a Puigdemont de la vicepresidenta en funciones, con evidente interés para la investidura de su pareja política, sea considerada como un acto ilegal y delictivo, además de ser, evidentemente, maloliente e impropio de una democracia que cree en la separación de poderes.

Para ser presidente no vale todo, incluyendo el negociar con personas como el huido en un maletero o los herederos del terrorismo etarra. Y, por supuesto, no es justificable que se juegue con la credibilidad del Estado, al plantearse la anulación interesada de fallos judiciales dando cabida a una amnistía injustificada para contentar a los que tienen el voto de oro en esta legislatura. Al pensar en esto, me cuesta entender el sentir de los que pasaron meses en la cárcel, si al final llega el que se escapó como un héroe y asumiendo el rol de tutor del Gobierno de España.

Y, para acabar, entiendo que es lícito cuestionarse el apoyo incondicional y sin titubeos a una investidura, aunque sepamos que es por el bien de España. En todo momento se debe fiscalizar y actuar en base al objetivo convencido y no al complacido, de forma firme y con la cabeza alta. Lo que vemos y escuchamos exige que se esté muy alerta, recordando que el voto en las urnas sigue siendo decisorio y, en caso de sentirse incómodo o traicionado por lo votado, conviene explorar nuevos horizontes y ejercer ese derecho de una forma solvente y valiente en defensa, sin complejos, de lo que nunca dejaremos de querer.

Javier Megino