Es complicado encontrar el adjetivo que pueda identificar mejor el sentir de esa gran parte de la población española que ama su país, que no lo despreciaría por nada del mundo y que, en las circunstancias en las que vivimos, no le queda otra que aguantar la deriva a la que Sánchez nos lleva por su vanidad y ego. Un personaje capaz de vender lo que haga falta con tal de aferrarse al poder y seguir disfrutando de sus privilegios.

Humillante, hiriente, vergonzante, doloroso o ridículo, son calificativos que me vienen a la cabeza al pensar en lo que se lleva por delante el Atila de Moncloa, con el único fin de seguir hundiendo y vendiendo nuestro país al separatismo. Un político que, en un alarde de cinismo desmesurado, llega a apelar a España como si fuera el portavoz de todos nosotros, en clara sintonía con el separatismo catalán obsesionado en hablar en voz de toda Cataluña cuando los separatistas catalanes son una minoría.

Ya me cuesta pensar que lo que dice Sánchez le sirve para convencer a toda su parroquia, repleta en el Comité Federal del PSOE de seguidistas incapaces de armarse de valor para contradecir al ruin que les lidera. Ayer, en la reunión con los elegidos a dedo para que le hagan de palmeros fieles en sus intervenciones, tuvo lugar un aplauso generalizado al citar de forma inequívoca la concesión de la amnistía en favor de todos los golpistas del separatismo. Llegados a este punto, lo que piense o diga un díscolo aparente como Page me la trae al pairo, teniendo claro que los representantes castellano manchegos en el Congreso serán tan serviciales con su voto como los demás barrigas llenas invitados por el domador a su circo.

En este sentido, creo que la discrepancia del presidente de Castilla-La Mancha no deja de ser un paripé planificado. Si fuese una conducta seria y responsable cogería el toro por los cuernos dadas las circunstancias y lo complicado del momento. Es tan fácil como tensionar el ecosistema sanchista con un voto de los representantes de su región contrario a las indicaciones del pedante, prepotente, chulo y narcisista del que están hasta las narices. No apostaría por ello, pronosticando que acabarán como el barón extremeño, amansado y palmero camuflado entre la multitud.

Lo que Sánchez está haciendo tiene una gravedad extrema. Se lleva por delante la Constitución española y, para colmo, tomando el tema como algo personal, deja por los suelos a muchos luchadores que han puesto su granito de arena durante todos estos años contra la barbarie y el fanatismo separatista. No parece la mejor manera de apaciguar y buscar entendimiento entre los españoles y, concretamente, entre los catalanes, cuando los separatistas salen de rositas y van a volver a España en Falcon tras escaparse en un maletero, mientras los que se han desgallitado y combatido al enemigo común del lacito amarillo salen trasquilados, viendo que se entra en el capítulo final de la historia con el pie izquierdo, sin que se valore todo su sacrificio y viendo que el peor de los vaticinios está al caer. Sánchez ya habla sin tapujos de la amnistía que negó, como los indultos, y veremos lo que tarda en activar a sus mariachis para que nos creamos lo bueno que será, para España, el premio gordo del referéndum.

Es penoso que lleguemos a este momento. No es justificable que un país próspero como el nuestro acabe como un régimen bolivariano. Es inaceptable el poco rigor y seriedad, amparando las decisiones en un cúmulo patológico de mentiras, con cambios de opinión interesados y alardeando de pactos antinaturales con los que llenaron las calles de sangre o los que negaron la vigencia del marco constitucional para enfrentar a los catalanes. Unos incitadores de la violencia que, ahora, con la iniciativa claudicante puesta en marcha, reciben el aplauso cómplice del sanchismo. Con su amnistía no se logra la fraternidad entre los que avisan que volverán a intentarlo, sin arrepentimiento alguno, y los que estaremos para hacerles frente, sino que se acepta el coste que supone negar una atrocidad que pasará blanqueada a la historia, mientras se deja a la altura del betún el discurso enmarcable del 3 de octubre de 2017 de nuestro rey Felipe VI.

Aunque está a años luz tampoco es de recibo la conducta complaciente con el separatismo que pone encima de la mesa Feijóo, haciendo alarde de una posibilidad que entra dentro de la lógica viniendo de un perfil galleguista como es el suyo. Pero es denigrante que, en lugar de hablar y reconocer la contribución de personas que han estado desgastándose por defender la Carta Magna y la unidad, muchas de ellas desde el perímetro asociativo, considere como opción el limar asperezas y tender puentes con el nacionalismo. Un representante creíble del centro derecha español, que quiere gobernar nuestra nación, no puede considerar tal variable. Está obligado a convencer y ganar sin necesidad de sumar a los que existen con el único objetivo de romper España. Solo plantearlo públicamente es despreciable y vergonzante.

A la postre, con todos estos mimbres, la deriva a la que se somete la paciencia de la sociedad española parece incuestionable. Pero la nación verdadera no se rompe por la conducta prepotente de un rastrero vendepatrias, por muy presidente que sea y muy guapo que se vea. El amor a España de los españoles tendrá su momento, mientras la esperanza sigue adoptando el color que le caracteriza.

Javier Megino