La inquietante realidad en la que estamos inmersos, con una clase política que ha conseguido que la mayoría de la ciudadanía la desacredite y considere el gran problema, no deja de darnos sorpresas. Los mensajes que nos llegan a diario, que van incrementando su nivel de ofensa a España y a los españoles que se sienten orgullosos de serlo, ponen en un aprieto su nivel de comprensión y paciencia al ver tambalearse todo lo construido a lo largo de los siglos y que deseamos dejar en herencia a los que vienen detrás.
El sentir de esa mayoría, que digiere como puede las numerosas ventajas que la carambola de la aritmética parlamentaria acredita en favor los que controlan el futuro de España pero que la odian y tienen como objetivo romperla, empieza a ponderar con seriedad los riesgos derivados de la bajeza moral y traición a la que estamos expuestos.
El lastre del separatismo, el mismo que hasta hace poco era “nacionalismo moderado”, no es algo nuevo. Ya nos hemos acostumbrado a que los diferentes Gobiernos de España se vean, de un modo directo o camuflado, condicionados por la hambruna de los desesperados periféricos que ansían poder y gloria. Las legislaturas, de un modo u otro, se han visto sometidas a la interferencia de dichas minorías. Incluso, con mayorías absolutas, se les ha tenido en consideración especial por aquello de la posible necesidad de ser amigos en el futuro y necesitar sus apoyos más adelante.
En el escenario político actual solo faltaba la figura de un miserable, sin escrúpulos y ahogado en el rencor, que fuese capaz de cruzar todas las líneas rojas que, con el esfuerzo de todos, hemos ido fijando para llevar al separatismo a sus mínimos. Pero la irrupción del desesperado y mentiroso Sánchez ha logrado reactivar al separatismo golpista, factor que le ha convertido en el mayor traidor conocido de España.
En definitiva, en España siempre nos ha faltado seriedad y conciencia patriótica que tire del carro y piense en la prioridad que supone la defensa de la nación española. Un compromiso que evite el pisoteo de mindundis minoritarios que solo saben abrir la boca para rascar lo posible y lograr mejoras pensando en lo propio y, desgraciadamente, en muchos casos, lo personal. Mientras no superemos esta falta de visión nacional o de política de Estado, dejando de lado a los minoritarios que viven de la sobreponderación del valor de sus escaños, seguiremos con el ahogo que supone el yugo de estar sometidos al relleno de las necesarias mayorías con costes superlativos y, siempre, antiEspaña.
No perdamos de vista que el que firma este escrito nació en la calle Balmes de la Ciudad Condal, es decir, soy catalán y quiero a mi tierra, pero eso no cuestiona que, por encima de todo, me sienta español y quiera lo mejor para mi verdadero país, mi verdadera nación y la verdadera patria de todos los catalanes, España. Por esa razón debe comprenderse la desdicha, al ver el devenir político en el que nos ha metido la necesidad ególatra de un impresentable capaz de pasar del blanco al negro, sin valorar los costes que la deriva de sus cambios de opinión puede suponer en el futuro de la nación que gobierna.
El extremismo y radicalidad del sanchismo, utilizando la sigla del PSOE y haciéndose con el control de sus estructuras, ha elevado el fanatismo vanidoso y rastrero a cotas inalcanzables. Su complicidad con los que quieren el fin de la nación española, en contra de su propio programa electoral, convierte a Sánchez y todos los “risitas y palmeros” que le rodean, en culpables del destrozo global llevado a cabo con el aplauso de golpistas, terroristas y comunistas disfrazados de alta costura.
La duda que se cierne en la mente de los españoles es el nivel de humillación al que se puede llegar, tras el historial de cesiones acumulado y el sumatorio de vejaciones a España apadrinadas por Sánchez y sus comparsas. El límite de aguante parece imposible de determinar, pero lo demostrable empíricamente es la vergüenza de unos gobernantes capaces de supeditar su gobierno a la deshonra y la sumisión. Parece increíble que, con una amnistía a la carta y sellada en Waterloo, se llegue a negar la evidencia de lo que fueron unos actos extremos, vandálicos, violentos y terroristas, liberando al lacismo de sus responsabilidades y fechorías, mientras se sigue insultando a los policías que cumplieron con su trabajo y defendieron la legalidad vigente.
¿Será esta miseria de la amnistía la que agote la paciencia o habrá que esperar a que nos den la puntilla con un referéndum ilegal?
Mi límite ya se vio superado en el momento en que tuvo lugar la insultante puesta en la calle de los líderes indultados, por lo que todo lo que ha venido después solo sirve para apuntalar mis convicciones.
Javier Megino