La denigrante sumisión política que vivimos, viendo a Pedro Sánchez allanando el camino y preocupándose por evitar cualquier bache que pueda obstaculizar o cuestionar la exitosa vuelta a España del fugado que huyó con el rabo entre las piernas, acumula momentos de perplejidad y ridiculez sin disimulo.
El presidente del Gobierno, en otro intento más de contentar a sus amos, ejerce de juez supremo para dictar el curso jurídico de los acontecimientos, pensando en la aprobación de la humillante e inapropiada ley de la amnistía amarilla. Sánchez no se corta a la hora de pretender manipular a la Justicia, a la que intenta coartar y controlar, demostrando lo rastrero que puede llegar a ser un político interesado y singular como es ese personaje. Esperemos que la reacción de los jueces sea inversamente proporcional al grado de intromisión pretendida, ejerciendo de contrapeso frente a la miseria desesperada del sanchismo.
Mientras el impresentable pretende seguir dando ventajas a los insolidarios y obsesos del terruño propio, por otro lado vemos que se dan pasos que demuestran que vivimos en un país unido y cohesionado al que no le importa que la solidaridad y ayuda sea unidireccional. Las comunidades limítrofes cumplirán, por las exigencias de la crisis climática y los riesgos de desabastecimiento del líquido elemento en Cataluña, brindando agua a los catalanes, si a ellas no les perjudica tal cesión. Un comportamiento solidario y que se ajusta a lo esperado. De hecho, el agua es un bien de todos y para todos.
Pero la solidaridad debe ejercerse en los dos sentidos, asumiendo la realidad en la que se vive. El resto de España no sirve solo para proveer de agua o pagar la fiesta y derroche a los abusones, sino que debemos entender, todos, que España es un todo. En este sentido, las personas y empresas pueden moverse libremente e irse adonde más les convenga y establecerse en el lugar en el que se sientan más cómodos. Por eso carece de sentido el ansia que les ha dado, desde Junts, a la hora de pretender multar a las empresas que decidieron abandonar su conflictiva estancia en Cataluña, tras el caos derivado con la apuesta golpista liderada por Puigdemont. Nadie debe cuestionar una decisión empresarial como esa, dejando total libertad a la hora de decidir el lugar en el que se establece la sede de cualquier empresa. Cualquiera debe entender que se vayan, por decisión propia, a otros puntos de nuestra geografía, si éstos no están contaminados por el odio supremacista de los sectarios del lacito amarillo que, no olvidemos, son los que provocaron el cambio.
A los recaudadores de Junts se les debería caer la cara de vergüenza. Es insostenible que, ahora, arremetan con posibles multas, sin que ellos se hayan arrepentido o negado la posibilidad de reiniciar su aventura golpista, siendo el argumento que justificó la salida masiva de empresas. Que dejen de marear y centren sus esfuerzos pensando en el uso de los recursos de los catalanes para lo que realmente precisan éstos.
Si todo lo robado y malgastado, enmascarado en la paranoia separatista, se hubiese dedicado a habilitar una infraestructura eficiente de canalizaciones sin fugas de agua. Y, por otro lado, si se hubiese invertido en plantas desalinizadoras como solución de emergencia ante posibles periodos de sequía como el actual, otro gallo nos cantaría. Pero, ahora, sin agua, el fanatismo amarillo no nos sacia la sed, no permite las cosechas y no mueve la industria.
Como catalán, agradezco el apoyo y la solidaridad del resto de España con los catalanes. Nuestros hermanos del resto de la nación, con su comprensivo esfuerzo, deben pensar en la mayoría y no tener en cuenta el agua que se beban los chulos y prepotentes de la minoría fanática y sectaria del separatismo.
Borja Dacalan