Cuando las preocupaciones nos agobian es obligado buscar un contrapeso que permita desactivar todo aquello que nos oprime. A los pequeños el salir a los parques para balancearse en los columpios, deslizarse por los toboganes, saltar, reír…..y a los que ya arrastramos en nuestras espaldas unos años más, el recorrer la calle y dejarse acaricar el rostro por el aire, nos permitirá relajar la mente y desterrar las angustias.
Uno de esos momentos difíciles es el que se ha generado en el ámbito político desde hace años. Los volcanes, los tifones o cualquier otro fenómeno de la naturaleza antes de su eclosión manifiestan síntomas, pueden ser inapreciables pero tan sólo si se les presta atención, el ser humano puede desactivarlos y librarse de sus efectos catastróficos.
Desde hace ya bastantes años se veía venir el proyecto emprendido por los nacionalistas-separatistas, planteamiento arraigado en las élites contrarias a la generalización de los derechos individuales. Una visión anacrónica que creaba barreras entre los ciudadanos al negar la igualdad de todos ante la ley y también al desterrar el incentivo personal. Los nuevos camaleones, según las circunstancias que cada momento les brindaban, fueron adaptando sus aspiraciones de no soltar las riendas del dominio. Se agarraron a la lengua, derribados los emblemas de la raza y del nivel económico, tachados ya de obscenos por el avance de los valores.
El blindaje de la lengua identitaria, en minoría frente a la común, que hermana a todos y supera límites territoriales, ha propiciado un desgarro social. El desprecio al otro, impedirle acceder a puestos de trabajo, a ser informado en igualdad por los altavoces en los transportes públicos y en otras muchas situaciones, está creando una brecha entre los ciudadanos acompañada de una posible desconfianza en el sistema democrático. Es impropio apoyarse en el concepto de libertad, de igualdad de derechos, de respeto de la ley si se legitima al que la defrauda, al que se cree superior y por ello derriba los límites legales por el simple hecho de beneficiarse y sujetarse al poder.
La sociedad avanza si se tiene claro que las libertades y el respeto a la dignidad son ingredientes imprescindibles de la convivencia. No incluida esta premisa en la mente de los que tienen como único estímulo el derribarla, el funcionamiento institucional se desquebraja y puede llegar a fulminarse. Es obligado escuchar con atención los discursos de los enemigos de la legalidad y también sus comparecencias ante los medios cuando suponen quedar apagado su proyecto, para apreciar el plan diabólico que los orienta. Si todos los que no encajan en su ideario, mayoría por cierto, lo hubieran manifestado con firmeza públicamente o se les hubiera ocurrido argumentar su oposición, sea con palabras o con hechos, con el agravante de recibir calificativos inadecuados y no hubieran tomado como respuesta la retirada, la normalidad democrática se hubiera salvado. Han habido grupos disconformes que con insistencia han defendido el imperio de la ley, pero se han visto abandonados y lo más dramático por el mismo Estado.
Sorprende que sean las víctimas, ¡pobrecitos!, los que vivieron a la sombra del poder en el régimen anterior, sin queja alguna mientras engrosaban su patrimonio y ocupaban puestos relevantes, que ahora esgriman sus inventados derechos identitarios. Los síntomas de esta anomalía contraria a lo establecido en la Constitución, han ido asentándose paso a paso como bomba de relojería y no se quisieron ver. Lo lamentable es que desde el Gobierno nacional se les haya edulcorado: asumir la presidencia de un país debe ser el resultado de unas urnas y el apoyo de los partidos que respetan la legalidad, nunca de los que sus premisas son dinamitarla e imponer un régimen totalitario.
Ahora bien, ya es apremiante vapulear la falta de atención por parte de la sociedad en su conjunto. Ella está obligada a implicarse, a observar la gobernabilidad de su país, a valorar si las medidas tomadas son las adecuadas y a desterrar la demagogia. Han de proliferar espacios desde los que se señalen con insistencia los atropellos a los ciudadanos que creen en la libertad y en los derechos que otorga la ley. El enemigo es bien visible, lo pregona a viva voz, está para destruir la gran labor realizada desde la transición y no debemos permitir que nos apeen de ese proceso en común. El futuro no se encuentra en volver a despertar al señor feudal, está en creer en que cada uno de nosotros es portador de su persona para forjar una España mejor.
Ana María Torrijos